Día uno.


La espere sentado, al borde de la cama, los segundos pasaban al mismo tiempo en que mis manos acariciaban la sábana donde alguna vez se recostó. Estaba encorvado, con la mirada baja como cuando alguien te flecha con la verdad pero no la aceptas, de esa forma sonreía sin siquiera mover los labios.


Detestaba ese sonido de su voz en su ausencia, detestaba como imaginaba su  sonrisa en cada transcripción de mis recuerdos. Me fui destruyendo, despedazando poco a poco justo en el momento que decido seguir, sin más apoyo que mi propia fuerza de voluntad, pero la verdad era que no podía avanzar   sin antes haberme derrumbado de una y otra manera. Soy tan ridículo que soy perfecto en disimular ¿cómo se ve alguien derrumbado? ¿cómo me veo cuando extraño a alguien? Y lo cierto es que se ve igual que sonreír por estupideces o llorar por lo mismo. 



Odiaba las excentricidades, las incoherencias, así que si la meta del día era recolectar los pedazos en los que me había convertido, bienvenido iba a ser, pero no trataría de hablarlo, de gritarlo, porque la muerte es algo que se hace en silencio.

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