La gracia.

No sabía que me daba más miedo, si tenerla aquí tan cerca y perderla, o tenerla allá tan lejos y olvidarla, de las dos formas ella me tenía ahí, devaluado. El olvido es de esas cosas a las que les tengo pavor, que miedo saber que nada ha válido tanto la pena como para el recuerdo, que duro saber que al final nada de lo que hice tendrá cabida en la memoria de alguien, que asqueroso es sentir que la vida esta confinada a los rincones más desolados del olvido, en donde lo único que se escucha es el susurro de la soledad que lo invita a temblar.

El motor de mi vida son los recuerdos, y si, para mi de recuerdos se vive, es lo único que me queda, si ya nadie va a recordarnos después de esto, no esta de más hacerlo nosotros mismos. Que ridiculez recordarme. Me recuerdo como un ser abatido, como un ser que se ponía el disfraz de seguridad, rudeza y sabiduría todos los días, un disfraz que pesaba, que dolía. Un disfraz tan viejo que mis recuerdos se viven en carne propia, porque como es rutina, el disfraz se acompaña con algo de perfume.

Me derrumbe, nunca me rendí, nunca me queje. La gracia era tomar parte a parte y juntarlas en una solución tan fuerte que las cuchillas de los demás no entraran, pero que mis propios cuchillos si salieran. La gracia era caerse sin que nadie lo notara. La gracia era ser fuerte aunque por dentro fuéramos lo más cristalino. La gracia era no tenerla. De ese modo no quería que me conociera, si me conocía, iba a saber lo que era recordar con intensidad, y eso... eso la destrozaría.

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