Old sheets.

Yo estaba allí, de pie como siempre, junto a su cama. Miraba como empezaba a acelerar su respiración. Agarraba las sabanas con fuerza. Era de seguro uno de esos orgasmos que sientes cuando un recuerdo se atraviesa en la muy pura esclerótica, tapándola de nieve roja, y dejando ver esos arboles con hojas caídas que enrollan el café de tu iris. Sin duda alguna querías inundar la linea de agua de tus ojos. No debe haber nada peor que llorar sin saber por qué. 

Durante toda la noche no paraste de hacer sonidos con tus dientes, de sacar tu lengua de vez en cuando y humedecer esos labios que, como de costumbre, se secan con la mínima ventisca al recordar los helados de vainilla y fresa cerca de la cañada que solíamos recorrer todos los viernes. De seguro no podías olvidar el sabor de mis dedos al untar tu camisa. 

Desde mi angulo de visión, era casi imperceptible el color de uñas que tenías esa noche. Adorabas cambiarlas día con día. Tampoco podía ver con exactitud la cantidad de arrugas que tenía tu pijama, o el color de tu sombra al lado izquierdo de la cama. Solo podía ver a la perfección como sonreías cada tanto, y justo luego te tomabas inconscientemente el cabello y lo alejabas de tus pestañas. Debe ser que te asegurabas de tener la idea de como se sentían mis huellas dactilares rozando el ángulo exterior de tu ojo. Debe ser que aunque me odiaras, aún sentías la necesidad de tenerme cerca de tu tercer hoyuelo, la intersección de la esquina de tu nariz y la línea formada por tu lágrima media cada otoño, al ver las hojas naranja caer y ver el olvido ahí, en su máxima expresión de locura.

Ya eran las tres y cuarto y aún no despertabas, me extrañaba la idea de que no fueras a la cocina y tomaras dos rodajas de jamón y las enrollaras en tu boca. Era tan extraño que no te quedaras un rato viendo por la ventana, observando como la sombras de los arboles formaban imágenes escabrosas, que no te daban miedo, más bien ansia y curiosidad. 

Pasaron las horas y seguías durmiendo plácidamente, un muy mal indicio de felicidad, nadie puede dormir cuando es imposible cerrar los ojos sin sonreír por lo ocurrido, nadie puede si quiera soñar con la cabeza en la almohada y los pies en las nubes, intentando alejarse de lo que los ata. Luego de que suspiraras por trigésimo novena vez, despertaste. Sonreíste un poco y te sentaste al borde la cama, y trataste de acercarte a mi, pero te dio miedo, no fuiste capaz, supongo que nadie puede ponerse de pie con unos cuantos trozos de nube atorados entre los dedos.

Te recostaste de nuevo, y fue allí, al mirar al techo, donde supiste que estabas llena de recuerdos malintencionados y vacíos intestinales mal acomodados, no de jamón, como hubieses preferido. Fue allí cuando viste que no corrías más rápido que lo que te perseguía, una jauría de besos y caricias y paseos y abrazos y despedidas que intentaste olvidar, pero que al fin y al cabo terminaron agarrándote. Se metieron bajo tu ropa y empezaron a formar castillos de memorias irreconciliables, trataste de luchar, pero fue imposible, tu piel ya estaba de gallina, en tus ojos ya se podía nadar, el frio ya paseaba por tu cuerpo, y tus manos... tus queridas manos ya estaban tibias, sudando un amor que aún tenías pero que negabas.

Yo quise ayudarte, acercarme y abrazarte, extenderte mi mano y refugiarte bajo mi mentón, pero no pude. Fue allí mismo donde recordé que soy simplemente una fotografía pegada en la pared.

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