Rope in neck.

Y ahí me enamore, justo ahí, de esa forma.

Tenías dieciséis cuando quisiste conocer París, vaya promesa. Querías tanto visitar esa ciudad que empezaste a estudiar francés, vaya disciplina. Querías dejarlo todo, vaya error. Alguna vez me contaste todo sobre París. Dijiste que era la definición de perfección. Me contaste del 31 de marzo de 1889, de los 324 metros, de los 24 meses, de los 50 ingenieros y 250 obreros; no parabas de hablar de los 1662 escalones, de las 7.300 toneladas ni de los 7.799.401 francos. Menuda obsesión.

También recuerdo el momento en que ponías tu cabeza encima de mi pecho solo para sentir la vibración de mi voz, "una melodía rara con la que ni Mozart podría" decías; y era ahí donde empezabas a dormirte y a susurrar "París, París...", como si te convencieras a ti misma de lo impresionante de decirlo, como si murmurar los sueños sea la manera más adecuada de sentirlos ahí, llevando agua a las manos.

Tardamos varias noches juntos cambiando de tema. Ya no hablabas tanto de París, ahora preguntabas más por mi y por lo que me sucedía en le trabajo. Ya no te preguntabas tanto acerca de la situación económica parisina, ahora me mirabas más a los ojos. Ya no querías ir a París... sin mi.

Después supe que ni siquiera era París, era yo. Te diste cuenta que ver el cielo sin mi no tendría el mismo sentido, que las cosas no se ven tan brillantes como dicen serlo sino me tienes ahí, temblando cuando me agarras de los dedos. También comprendiste que sin mi, los pequeños detalles pasaban a ser insignificantes, que lo azul del cielo no era tan brillante como solía serlo esas tardes desde la ventana de la habitación de tus padres; y peor aún, entendiste que a mi me pasaba lo mismo contigo.

De ahí en adelante todo fue de mal en peor, empezaste a juntar tu vida con la mía, comenzaste a soñar con una vida juntos, imaginaste tu nombre grabado en mi tasa de café; y desde allí, ya todo estaba perdido. Yo inicié dibujándote detrás de todas mis notas financieras, luego seguí con ponerle un nombre ficticio a nuestros supuestos hijos, "Joaquín" y "Elena". Después nos preguntábamos por la casa en la que viviríamos, la raza de perro que tendríamos y el color de cortinas que resaltaban más con tus ojos. Nos adentramos en ese juego infinito de dependencias, de vidas amenazadas, de promesas ligadas, y lo que da más miedo aún, del "juntos para siempre".

No nos dimos cuenta a tiempo de la gravedad del asunto, hasta que me susurraste al oído "te amo" a las 2:34 de la mañana cuando fingía dormir. Y a las 2:35 ya estabas cerrando los ojos con el sonido de tus labios al repetir una y otra vez "te amo". Ya no era "París" era un "te amo", una palabra más callada pero no menos revoltosa. También te hiciste la idea, te convenciste de ella, yo te la vendí; y aunque suene cruel, querías tener un poco más en tus labios ese sueño del que todos hablan pero nadie siente. Y lo más trágico de asunto era que yo también sentía lo mismo, hace ya unos cuantos cigarrillos.

Ojalá hubieras elegido París, así no tendrías que besar a la muerte todos los días, y no porque esté contigo, sino porque me fui. Aún sé todo de ti, aunque me guardes en ese cajón donde dejas ir los sueños, que por más que los recites, jamás se hicieron realidad, París por ejemplo. Sólo me queda esperar a que abras de nuevo esta gaveta, me eleves entre tus manos y me empieces a besar como solías hacerlo, entre lagrimas y deseos de volver al pasado. Que mala hora para una soga al cuello.

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