Serial murderer.

Y es que cuando se iba, se convertía en ese cáncer terminal que olía a menta los lunes. 

Regresaba y se iba y volvía y luego se tenía que ir de nuevo. Siempre de la misma forma. Hasta que un día, su juego constante de idas y venidas se acabó en la calle sexta.

Justo ese día no quería irse, quería quedarse un poco más entre las sabanas frías que arrumábamos en la madrugada. 

Diré que fue la mejor noche de todas, llena de silencios, de serenos, de sueños. 

Ese día sus manos se sabían el mapa de mis vellos, sus ojos se memorizaron la sensación de mi iris chorreante y sus dedos calcaban a la perfección el contorno de mis ojos. Una señal extraña.

Ese día el universo nos dio un par de chistes qué contar, unas cuantas cicatrices qué narrar y un par de necesidades qué reclamar. Malos indicios desde el principio. "Toda la vida juntos" me imaginaba, sin pensar que la vida toma valores de tiempo indeterminados: cincuenta años, una década, dos días, dos horas y treinta y siete minutos.

Luego él parpadeó, me tomó, me absorbió. Me besó, me advirtió, me soñó. Me agarró, me destrozó, me arrancó. Me arrinconó, me olfateó, me desabrochó. Me consumió, se durmió, me mató. Su última victima.

Esa noche no hubo nada más que hablar, ya todo estaba hecho y abotonado, muerto y agazapado. 

La vida me dio a probar lo que ya estaba acabado, me engaño como a un niño. Me hizo la promesa de tenerlo siempre a mi lado, ahí, sintiendo su aire caliente bajar por mi nuca. Seguramente me engañe a mi misma al ver ese café acolchado de sus ojos, aparentemente llenos de vida, aparentemente.

Se fue, en silencio, aunque sus pies estaban dibujados a mano en mis recuerdos así que era casi imposible engañarme. No se despidió, como siempre. ¿Quien se despide cuando sabe que volverá? aparentemente él no, aparentemente todos creemos mal. 

Me dejó una nota en el sofá que leía mientras escuchaba al oficial hablar sobre él y la calle sexta, amigos inseparables a partir de allí. La nota decía "Ya vuelvo", como queriéndome dar un beso en la mejilla. Y yo seguía repitiéndome en la cabeza una y otra vez "Te quiero", cómo si algún día se lo hubiese dicho. Lo último que me dijo fue "Quiéreme", cómo si algún día lo hubiera dejado de hacer. "Te quiero, ya voy por ti", dije en mi cabeza, y ¡bum! su olor a mente se olía a una bala de distancia.


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