Prison.

No había manera de escapar de ella. Ya había intentado seducir a sus clavículas para que me dejasen salir. También había tratado de atravesar los barrotes de su garganta y también tratado de buscar la llave entre sus enredadas cuerdas vocales. No había forma de salir de ella.

De vez en cuando intentaba abrir lentamente su pecho para que al menos mi boca pudiese salir. Ella sabía como amarrar mis pies de sus ojos puntiagudos. Sabía como esposar mis manos con sus pómulos apretados y como torturarme con esa sonrisa corrosiva. Me tenía en ella sin poder evadirla.

De poder salir con vida, no sobreviviría demasiado. A su alrededor solo hay mares de desolación y monstruos asesinos. De librarme de ella, la muerte me esperaría con un café caliente para hablar sobre la siguiente parada. Ella era cruel, pero era mejor vivir con sus manos frías y sus labios rotos que sin ellos.

Había aprendido a vivir debajo de su esternón, sin que nadie supiera de mi, sin que nadie supiera si permanezco con vida. Me gustaba la idea del anonimato ante el mundo, esconderme bajo su piel y jugar a ser los lunares de su espalda de vez en cuando. No sabía que me encantaba la soledad de alguien más, hablar con sus sensaciones que algunas veces pasan a saludar, inspeccionar sus vacíos estomacales y saber lo que los provoca. Era la mejor prisión.

Pronto dejaría de apretarme las cadenas, olvidar cerrar la puerta de mi celda y quitar a sus clavículas guardianas de mi cuidado. Empezó con dejarme vagar por su cuerpo sin retenes ni preguntas, a dejarme preguntar por ella en cada esquina de su piel. Dejó de obligarme a quedarme en un solo lugar, dejó de prohibirme y logró hacerme correr por entre las líneas de sus costillas.

Después de un tiempo pude asomarme por sus ojos y sentir aire fresco, permitirme sacar la mano por uno de sus lagrimales y luego sentarme sobre sus cejas tupidas. Más tarde corrí en búsqueda de la libertad y bajé por su cara, recorrí sus hombros, luego sus brazos y sus muslos, me estanque en sus rodillas y supe que ahí estaba mi cadena, la que no me permitiría irme de ella, ni aunque quisiera.

No podía dejarla, descubrí que siempre estuve afuera y lo que creí que eran clavículas carceleras, en verdad era mi cercanía peligrosa. Siempre estuve en sus aguas desoladas y siempre quise entrar. Lamentablemente para mi, lo que para ella era prisión, para mi era libertad.

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