Gold

Tenía el pelo dorado como si el rubí de sus mejillas no fuese suficiente. Sus pestañas peleaban por protagonismo y se asomaban por el oro en su cabeza. Sus labios, pretenciosos y embaucadores, preferían no mezclarse con sus ojos azucarados que jugaban a la pastelería con su esclerótica hecha crema y su iris chocolate. Parecía haber salido de la imaginación de Leighton por sus manos brillantes y blancas como la porcelana, como si solo se pudiera concebir por un momento de lucidez, pero ella era real, su cabello se movía con el viento y su piel timida se escondía bajo su vestido azul.

Yo, por mi parte, tenía a la timidez acribillándome el estómago. Quisiera haber tenido la agilidad de sentarme a su lado, preguntarle por la calidez del clima y luego irme conociendo la simetría de su sonrisa, la posición de sus lunares y la velocidad de sus pestañeos. Hubiese querido la equivocación de Einstein al perpetrar el tiempo y regresar a su pupila dilatada por el sol. Querer rozar sus yemas y salir corriendo junto con ella y hacerla volar, volar un poco más alto de lo que puedo.

Parecía una cinta del cine frente a mi, editada a la mínima velocidad. Sentía como las cavernas oscuras de su garganta se convertían en viñedos vivos cada vez que hablaba. Veía como sus cejas rebeldes perdían ante sus pacíficas mejillas cada vez que sonreía y el viento las acomodaba. Era casi irreal. Como si fuese un boceto perfecto de da Vinci que no necesita retoques ni borradores. Era perfecta, con sus labios carnudos amedrentando su nariz delgada y con su cabello ondulado desafiando la linealidad de sus venas.

Pero la perfección siempre está ausente y, sus mejillas que parecían exactas entre su nube de lunares, dejaban de mezclarse con su sonrisa y empezaban a juntarse con sus cejas fruncidas. Sus dedos cálidos decidían enfriarse junto con la punta de su nariz. Su pelo empezó a desenrollarse y su oro empezó a ser saqueado. Intenté ayudarla, correr a su alrededor, desafiar a sus males con una espada de madera, correr detrás de sus demonios mostrándoles un poco de cielo, caminar por sus abismos y acabar con sus huecos. No pude. Ella me evitaba, me corría, me golpeaba. Quería regresar a ella cada vez pero para ella era uno más de sus sueños oscuros.

No me dejó plantarme en su frente y tener la mejor vista de sus clavículas, me prohibió la entrada a su vestido y me negó el paso por sus vellos faciales que parecían flores repletos de dulce néctar. Me quedé lejos observándola. Supe mi destino y decidí abandonarla, a ella, la mujer de la cual desconocía su nombre y que no me querría, que me odiaría inmediatamente supiera de mi amor, el amor que una simple mosca puede sentir.

Me despedí de sus alas rotas y dí media vuelta, y ahí esta ella, la del pelo negro, la enamorada, la que seguramente sí querría un poco de mí. Y ahí estaba yo, de nuevo, saliendo ileso del desastre.




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