37 días.

Te he esperado tanto y querido tanto, que de tanto en tanto los "tantos" se disiparon y los "pocos" vinieron. Había estado 37 días frente a la ventana que da a la calle de donde aparecías escondida cada noche. 37 días en los que las sombras empezaban a tener labios rojos y cabellos rizados. 37 días en los que los pasos inaudibles de personas desconocidas retumbaban en mi cabeza como si fueran la construcción musical de tu zapateo al entrar en mi piso de madera.

No era suficiente espera. El corazón se asombraba y vaciaba mi estómago para esconderse allí. La sangre me subía a la sien. La mirada se agarraba de mi pupila para encontrar el primer lugar. El palpito se sentía en los dedos solo para mantenerme atado a la realidad. El sudor subía a mi cara y la respiración se tomaba un descanso. Todos expectantes a tu llegada tras esa esquina. Me faltaba el aire pero el oxígeno, al igual que yo, también tenía las manos sobre el vidrio sin querer hacer nada más que esperar.

Cuando la decepción aparecía tocando la puerta, todo volvía en lágrimas a su puesto. La respiración ausente repartía ansiosa un oxígeno quebrado. El corazón miedoso se movía incansable. El puño se cerraba y la sangre salía gritando por mis venas. La mirada se ocultaba de la luz, tablones con clavos a medio poner se hallaban puestos sobre una pupila diminuta. Y así cada tanto y así cada siempre.

La espera sumaba días y la voz inventada por mi cabeza para que no me volviese loco se metía bajo mi piel. Le prendía fuego a todo y salía intacta hacia el exterior. Se perdía en el viento y parecía desaparecer en trozos hasta quedar inaudible.

Esperé tanto, tanto que lo mucho fue poco y lo demasiado fue insuficiente. Tanto que la despedida me agitaba la mano y el regreso no volvería. Tanto que me quedé a medias yo que era el real y tú te hiciste tan tangible aun siendo inexistente.

37 días permanecí. Al siguiente día no hubo aparición. Ahí te empecé a querer menos y a esperar poco. Tan poco que la respiración se quedó conmigo y la ventana del alma rompió la madera. Tan poco que cuando tú volviste yo ya no estaba. Tan poco que el fuego se apagó y las luces se encendieron. Las sombras dejaron de pertenerte y tu voz comenzó a escucharse como un grito, como quien se despide, como quien quería irse, como quien nunca quiso ser esperada.



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