Dolor

El dolor ahora se siente ajeno, como si su existencia fuese sólo una suposición. Lo he apartado de mí, pero no es una separación absoluta e irreparable; es una separación sugestiva, en donde el dolor y yo aún nos vemos las caras de cerca, tan cerca que mi nariz y mis ojos se deforman con la cercanía.

Me ha dejado un momento a solas, me observa con sus ojos críticos y sus manos revoloteantes. Quiere saber si puedo vivir sin él, que puedo apuntar la mirada a la nada y que los pensamientos recurrentes que me gobiernan ya no le estrechen la mano y se confabulen para cerrarme el aire y abrirme el estómago. 

Debo admitir que me siento extraño, no había experimentado sensaciones que no estuviesen ligadas a él: lágrimas con dolor, carcajadas con dolor, silencio con dolor, calma con dolor. Ahora el silencio sólo es silencio. No quiero decir que me siento cómodo con estas nuevas sensaciones, pero las abrazo como se abrazan las cosas en un funeral de un desconocido con un ataúd en frente. Viendo el pesar pero sin sentirlo realmente.

Metí cartas y videos y olores dentro de una maleta impenetrable, donde ni yo mismo puedo entrar. A eso le he llamado dolor. A caras que reconozco y que me han abandonado, a olores que me muestran tiempos que no volverán, a versos que escribí en momentos de exaltación pura y a palabras que se dijeron en un tiempo pasado que se borraron del diccionario y se han vuelto impronunciables.

El dolor estaba en todo, podía destruir mi ropa, mi casa, mis cosas. Podía incluso hacerme lobotomías voluntarias y prenderle fuego a mis recuerdos de alguna forma, pero seguía estando ahí mirándome con piedad y resignación. Sabía que no podía eliminarlo de ninguna forma y él sabía que no podía detenerme. Solo nos observábamos mientras yo intentaba destruirlo todo asintoticamente y él solo rozando mi hombro para calmarme cuando me diera cuenta que todo había sido en vano. 

Luego empecé a abrazarlo como si fuera mi eterno amigo. Me ayudaba a profundizar entre las más miedosas fosas de mi ser. Y entendimos que no podíamos separarnos, que éramos partes fundamentales el uno del otro. Pero como ocurre con todo lo que amas y aceptas en tu vida, se empezó a ir. No sé si se dio cuenta de que podía hacerlo solo desde ahora o mi cerebro empezó a solucionar sus problemas. No sé si me sonrió al final o si estaba orgulloso de mí por haberlo cargado toda mi vida con unas pocas quejas. O no sé si me dejó libre los últimos cinco minutos de mi vida para que sintiera lo que es vivir sin él y entender lo que es pasar de ver la vida como un cíclope a ver la vida con ambos ojos. No sé. 

El dolor se empezó a sentir ajeno, como quienes se saludan a la distancia sin tener nada de qué hablar. Así me pasó, el dolor se fue y yo lo seguí.



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