Juventud

He soñado con la soledad propia de la juventud donde todo parece angustia y tierra escondida debajo de la alfombra. Me conmueve verme extrañar la oscuridad tenebrosa que sentía en mis ánimos refunfuñantes. Me confunde saberme alejado de mi coherencia y encender los palos que encenderán de nuevo el camino hacia un algo que ahora veo como tesoro, pero del que antes huía como si me persiguiesen jaurías de monstruos irrepetibles. Creo que es la edad avanzando la que me lleva a refugiarme en mi adolescente ser y acurrucarse a pensar en la esquina de su mente sobre lo feliz que se fue y lo irremediable que todo se convirtió. 

Ahora me veo envuelto en medio de la obligación de aceptar la compañía como el regalo prometido, como el trofeo único y como el premio irrechazable del pasar del tiempo. Siento que nunca aprendí a estar con alguien hombro a hombro o siquiera de esquina a esquina. No fue hasta ahora que me encuentro recibiendo con gratitud pero sin anhelo mi fin último que sería no morir solo, que me convenzo de que mi alma siempre estuvo en penumbra y que a falta de luz sonreía sin pena. 

Compañía mía, abandóname que no sé vivir contigo.

Me entregaré a la serotonina de la ausencia y me dejaré volar entre nubes de silencio. Me alzaré en paz contra oídos amables y me quedaré inmóvil frente a las paredes frías que me encienden el cuello. Dime en susurros que me deseas un buen camino y jura no seguirme, que de volver a repetir mis pasos, te prometeré indiferencia porque mi corazón ya no aceptará promesas de eternidad por cortesía. 

Esto es lo último aunque me vuelvas a ver, porque el que soy ya no será y el que seré te desconocerá tanto como mi futuro yo desconoce al de hoy. 

Un ser hecho para morir solo y que sólo espera entre tardes sepulcrales el rezo último y el atardecer final. Agito mi mano a la distancia con la seguridad de que no lo volveré a hacer. Hoy extraño la soledad que me agobió en épocas anteriores, un sentimiento diferente a las extrañezas pasadas, un extrañar ansioso, de los pocos a los que se les ve el fin. Ansío la ausencia que me volcaba contra las paredes de mi habitación, ahora vuelvo a entrar en ella, y el frío se vuelve cálido. La ausencia se vuelve una presencia amontonada y apabullante donde sólo me encuentro yo, de frente al espejo y la casa vacía. 


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