Pieles

Había una llamarada gigante de la que no creí salir ileso. Tan grande y tan caliente que junté las manos e inconscientemente empecé a redimirme de mis pecados. Estaba justo frente a la puerta de mi habitación. Una llama roja que parecía tener brazos y piernas y que se agarraba del marco de mi puerta para tomar impulso y llegarme en un suspiro. 

La piel enmudeció, después de un rato de pedir ayuda desesperadamente se calló, como si, junto conmigo, supiera que había que guardar cuerdas vocales para suplicar redención. Mi piel estaba aun más callada que yo. Mis pecados eran gruesos pero los de ella se salían de los bolsillos, de las maletas y de mi boca. Pecados ajenos a mí que juzgaba como un observador inmaculado. Mi piel era un cementerio de pecados indecibles, bóvedas de cuerpos descompuestos se hallaban sobre su superficie, buitres escoltando la carne sobrante y lápidas anónimas desquebrajadas por el tiempo. Imposible vivir con ello, con olores putrefactos de caricias que no volvieron, con manchas de pieles aun peores que superponen cuerpos con otros porque en sus poros no cabe un alma más. 

Mis pecados no tenían comparación, se hallaban todos juntos en una caja pequeña que podían quemarse conmigo y no dejar rastro; pero a mi piel la perseguirían sus muertos, a esos que dejó morir en soledad y los que enfermó en penumbra; no había forma de librarse de una avalancha de cadáveres que reclamaban una vida que se les arrebato en un valle desértico en lo que parecía ser un verde prístino. 

El fuego empezó a avanzar y lo primero que se me desprendió fue la piel. Se entregó a un ser que, si bien no la acabaría de inmediato, la tranquilizaría en el proceso. Escuché gritos anónimos de justicia, gritos para no permitir la impunidad para una piel asesina. Yo me devolví al rincón en el que estuve en un principio, solo con mi caja de pecados absurdos en las manos. Y justo ahí el fuego desapareció. No había rastro de paredes calcinadas ni techos carbonados. El ángel de la muerte sólo se hizo tangible para atrapar a su sucesor más prodigioso. 

No sabía exactamente qué pasaría conmigo luego de eso, dónde pondría los secretos que me compartan otras bocas en la madrugada. Dónde guardaría el tacto pecador que se confesaría sobre mi piel, y qué pasaría con las huellas que habían sido testigo de otras pieles atroces y que necesitaban una zanja donde desechar sus experiencias. Supe que en el fuego un mártir se dejó ir, incapaz de transmitir secretos abominables a otras pieles sonrojadas y sedosas. Mi piel se contuvo con sus muertos hasta que los muertos hablaron y las paredes oyeron.

Hoy, con mi nueva piel, tímida y vivaz; ya se empezaron a cavar las primeras tumbas y el viento entre mis vellos ya causa un silbido tenebroso. En la noche oscura habrá cacería de brujas. Vendrán bocas que pronunciarán palabras de amor podridas y dedos que dibujarán corazones agonizantes. Estoy preparado para sentir la muerte en fila. Empiezo a creer que no me merezco una poesía autentica, una piel que se quiera fundir con la mía o una sonrisa que quiera permanecer estática en ella hasta que el tiempo la desaparezca. Empiezo a creer que mi piel es un hoyo de culpas y confesiones y no un mar de dedicatorias y fábulas. 

Enviaré un mensaje suicida o salvador: venir a mí y acercarse a mi piel. Sólo hay dos opciones: o vuelcas tus pecados sobre mí o plantas flores en mis fangos. En la primera, el fuego reclamará mi alma como a Judas; y en la segunda el fuego no existe, inventamos otro que no queme sino que arrulle. Y en ambas opciones tu boca se quedará en mí, como un pecado o un mandamiento. 



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