Conteo

Fueron treinta y seis piernas que arrancaron a correr con desesperación,
dieciocho corazones que vibraron al unísono,
dieciséis mentes derrocadas de su estadio de vitalidad.
Siete pensaron en huir,
cinco permanecieron estáticas en el tiempo,
cuatro se entregaron al destino precoz
y dos se deshicieron en el aire.
Tres balas huérfanas
y un perpetrador infame.

Eran cuarenta y siete almas en un inicio,
veintiocho mujeres,
tres embarazos padeciendo el suplicio,
quince hombres
y un par de gemelos aferrados a la vida sin prejuicio. 
Treinta y tres grados Celsius de temperatura pesaban sobre los hombros.
Me temblaba todo y todo se alumbraba a dos mil quinientos ohmios,
ohmios más pesados que trescientos voltios,
y voltios más fríos que el disparo encendido.
La sangre ebullía 
y el oxígeno huía.
En un minuto treinta segundos todo se fundió,
se acercaron dos hombres abismalmente diferentes,
uno, el arma empuñó
y el otro con la duda permanente
se fugó.

Veintiséis desaparecieron al cruzar en la esquina anterior,
trece de los demás supieron al instante lo que les ocurriría.
Diez disparos en dirección a esa esquina repleta,
sólo un grito ensordecedor
y treinta y dos ojos apretados tratando de convertir la muerte en silencio.
Dos tobillos fracturados de los aún respirando,
tres espaldas contra la pared
y tres cuerpos escondidos entre los árboles y la oscuridad atrayente.

En la infinidad del tiempo sólo tomó una cantidad infinitesimal para convertirnos en ocho,
ocho corredores furtivos,
cinco asombrados de la velocidad que alcanzaban
y los tres restantes inundándose de terror al saberse cada vez más lentos.
Los cinco asombrados pasaron a ser dos asustados,
uno con la cabeza hacia atrás
y el otro, yo, olvidándome de mis pasos anteriores.

Cinco ráfagas de disparos al aire,
diecisiete cuerpos golpeando el suelo en un sonido seco,
tan seco que el eco temía a aparecer,
tan seco que nadie lloraba 
y tan seco que las manos colmadas de sudor, 
repartían oxígeno a su sequía.

De 4 docenas menos uno, 
terminé siendo yo,
únicamente.
Los horrores de la noche se turnaban partes de mi cuerpo para devorarlas.
Una bala me atravesó la rodilla,
dos pares en la espalda
y las tres restantes del revólver de seis cartuchos cortaron el aire a mi alrededor.
Conté mis respiraciones en el suelo,
once en el primer minuto,
siete en el segundo
y dos en el último.
Un credo final,
un recuerdo al aire
y una vida mutilada con dos alas recién compradas.




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