Lobo

Su cuerpo olía a rosas arrancadas del suelo
y la habitación donde dormía hedía a cartas viejas
y a paredes empapeladas de fotografías.
Su boca era un cementerio de sabores buenos
danzando en círculos como invocando su antigua vida
o su desalmado asesino.
Su piel se veía como un par de libros arrumados,
llenos de polvo
y con las esquinas dobladas.
Guardaba secretos indecibles,
recetas de pociones malditas
y poemas desordenados
y condenados.

Mi alma se parecía a un atril abandonado,
con un montón de alabanzas solitarias
y recortes de memorias dolorosas.
Mis dedos se movían al afán de Vivaldi
encerrándose en trances necesarios,
ignorando la realidad asesina
y la hiedra venenosa de la almohada.
Mi cuerpo sumido en una estela de obnubilaciones
profesaba pérdidas pasajeras
y desalientos cercanos.
Se abandonó a sí mismo en el camino de la verdad
y se refugió en las mentiras aliviantes,
que si bien ambos se digirían a la misma decadencia
uno llegaría más vivo que el otro.

Y nos juntamos su presencia y la mía,
un lobo agonizante con un arma sin balas.
Pusimos nuestros hombros a hablar 
y a sacurdirse mutuamente.
Me encontré con sus letras en llamas,
todo ardía en su interior.
Las hojas quemadas olían a rosas en vino,
y supe que su incendio no era una maldición
sino una liberación.
Su mano sintió mis bóvedas abiertas
sin cerraduras ni cerrojos imposibles.
Descubrió los tesoros inservibles,
la máscara de un faraón olvidado
y la danza de un bailarín sin piernas.

Intercambiamos nuestras carencias.
Sus libros quemados llenaron mis atriles viejos.
Sus fotografías gastadas enmarcaron mis ventanas caías.
Sus sabores muertos se enterraron en mis manos inquietas.
Mis dedos pianistas repasaron sus renglones condenados.
Mi cuerpo perdido se encajo en sus historias
hasta que la historia acabó.
Mis mentiras queridas invocaron sus malhechores.
Y al final,
mi arma sin balas acabó con el lobo entre sollozos.
Nuestros hombros se odiaron,
nuestras páginas flotaron en la habitación,
mis cadenas nos separaron
y este faraón olvidado se quedó en la memoria del lobo enamorado.
Vivaldi se escuchaba lejano
pero oía a sus dedos moverse con los míos
y a mis piernas inmóviles danzar con las suyas.
Mi piel se quedó sobre la suya,
esperemos que, 
con suerte,
jamás regrese a su dueño. 





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