Colibríes

Un día desperté bajo la lluvia. 
El sol se metía debajo de mi piel para encontrar calor 
y el viento se me acurrucaba en el pecho para evitar un resfriado. 
Todo estaba claro. 
Mi cuerpo parecía levitar entre la niebla del agua hirviendo por el sol friolento. 
Respirar se hizo costumbre 
y la lluvia me caía en las mejillas como latigazos de cuero mojado. 
Estaba perdido en el tiempo. 
Los segundos esperaban debajo de mí para que les diera la señal. 
Los pájaros me miraban expectantes para seguirme en el vuelo
y el agua escurría detrás de mí para convertirnos todos en mar.
Todo estaba bajo mi sombra. 
Mi piel parecía de cartón que se desquebraja con el peso de la luz. 
Me elevaba de cuando en cuando y de poco en poco 
tratando de vencer a la arrogante gravedad que se negaba a perder. 
Con los ojos cerrados me puse entre nubes, 
me instalé en medio de los vapores levitantes que parecían darme espacio sin discutir. 
Me elevé tan alto como pude y me salieron ráfagas de colores pálidos. 
Sentí el aire calándose entre mis pestañas 
y haciendo tejidos con ellas. 
Tejidos para arropar su invisibilidad infinita
y para esconder su fluidez miedosa.
La luna se mudó a mi estómago al encontrar un vacío igual. 
Plutón se escondió en el hoyo negro de mis ojos creyendo ser el primero con miedo 
y terminó siendo el más valiente. 
Las nebulosas temblaban frente a mi iris ardiente.
Un iris tan oscuro como el pico de un ave escondida,
como un alma en llamas sin auxilio,
como el sueño profundo
y el odio eterno.
Todo mi cuerpo era el insumo didáctico de los animales galácticos.
Fui tablero de dados,
cartas en dominó
y fichas inmóviles;
donde perder era la forma más sana de ganar.
Pero volviendo a ese día,
al día en que desperté bajo la lluvia,
la tierra dejó de girar sólo para envidiar mi solemnidad.
Un dios desconocido lloró por horas,
horas divinas,
horas que son años
o parpadeos.
Ese día bajo la lluvia
fui omnipresente.
Aprendí las tácticas de un dios que,
por llorarme,
me abandonó.
Así que ahora,
mientras me elevo al olimpo
con el tiempo muerto,
las aves espirituales
y mar olvidado;
volví a los colores.
Y me eleve tanto.
Tanto que el vértigo era sentir los pies en la tierra,
tanto que el cielo se hizo incoloro
y la tierra dejó de estar debajo de mí
y se proclamó dueña de mi superficie.
Llegué a la nada,
a la nada tranquila,
al silencio ruidoso de planetas sinfónicos,
lleno de alaridos de calma
y gritos de paz.
La lluvia no paró nunca
y yo cesé en la misma eternidad.
Me alejé con un tumulto de hojas abrazadas a mis tobillos,
con colibríes abandonando su camino para admirarme,
y un azul total agarrándome la mejilla,
dejando al cielo en grises
y al sol cayendo 
adolorido
en el agua. 



 

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