Jinete

Me encuentro con la muerte enredada entre los dientes
como un pellejo irrompible,
con el hedor de la noche apuntándome a la cara,
y la penumbra cortando venas
y haciendo barricadas.
Un guerrero con espada sagaz me apunta al cuello,
en las rodillas me palpita el corazón
y el alma se me sube al pecho.
Mis dientes apretados se reúsan a soltarse,
saben que de despegar sus manos de la cornisa
caeremos todos juntos
a la rendición absoluta
y la oscuridad infinita que sólo da el pecho sobre el suelo.
Mi labio sangra de un lado,
mi frente no siente la furia
ni la pena,
se encuentra firme
y tranquila,
constante
y serena.
Las manos ya no me tiemblan
me temblaban.
Sólo puedo sentir el sonido del aire volando como hadas
besando las hebras de mis ropas
y continuando hacia el aroma de otras pieles ensangrentadas.
La luna hoy es gris,
siempre había sido azul para mí.
Quizá ha desconectado sus luces
y me ha mirado con una eternidad impávida
porque esa noche ha durado más que las otras noches.
Esta noche todas las estrellas se han agolpado en la ventana para verme,
a mí,
el consolado
y tranquilo.
De repente el viento dejó de fluir,
mi verdugo alzó su arma hacia el cielo
con un dios bendiciéndola sin dudar.
La luna se niega a presenciar la escena
y me abandona tan rápido como puede,
llevándose a sus hijas las estrellas
y dejándole un recado al día,
entre lágrimas,
un favor perpetuo por mi alma incólume.
No escuché mucho,
sólo el sonido de mi ojos abrirse,
confundidos
y sollozos.
El cielo apareció con la frente arrugada
y permitió que el barro de mis dedos se lavara.
La dignidad me había abandonado
pero me dejaba un poco de ella debajo del hombro.
Mis venas heladas lo apagaron todo,
se forzaron a dormir
y me quedé yo solo en una habitación gigante.
Mi voz hacía un eco operístico
y mi garganta galopaba como un jinete viejo.
Me fundí entre el vacío,
los cuadros de aquella habitación cúbica se mezclaban con la nada,
las paredes frías agarraban sus sombreros
y se despedían en silencio.
Pronto mi voz sólo fue audible para mí,
pronto mis ojos sólo vieron mi torso,
y pronto mi cara fueron mis dedos
y mis piernas mis hombros.
Luego nada,
un negro invisible que sólo aparece en los finales.
Me largué rápidamente,
ya sin nada,
pero consciente que el desorden ya no era mío
ni tampoco de otros,
era parte de mí.



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