Risueña

Hoy soñé que las estrellas destilaban como gotas de agua
y que las nubes se acomodaban en el suelo a adivinar nuestras formas.
Soñé que giraba alrededor de un cosmos
que se preguntaba si yo era infinita.
Soñé que pasaba frente al tiempo
y que él desearía que me detuviera,
o que a veces fuera más lento,
o que me devolviera a su antojo.

Soñé que era tan liviana que flotaba en la noche
y que la luna admiraba mis cuartos crecientes
nunca menguantes.
Soñé que el sol cerraba los ojos
y que agradecía mi calor.
Que la lluvia se arrepentía de que yo apareciera
y que el viento me ponía la mejilla para besarle.

Soñé también que me sobraban piezas,
que podía decidir quien era hoy
y quien poder ser mañana.
Soñé que los muertos no morían conmigo,
que se quedaban atados de mi pecho
como hoyos negros flotantes
en los que podía desaparecer sin temor.

Soñé que lo era todo.
Que el infinito me miraba asustado por mi grandeza.
Que el miedo apretaba los ojos
y se refugiaba bajo la cama.
Soñé que los espejos me reverenciaban,
que se reflejaban en mí con angustia,
con decepción
e inferioridad.

Soñé que cortaba lagunas enteras
y las guardaba en el bolsillo.
En el bolsillo derecho donde guardo una cuchara de palo,
una vasija de barro
y una flauta de mimbre.
Soñé que las sacaba a todas de vez en cuando.
Formaba mares
y ríos ruidosos
donde me hundía como un círculo de hierro.

Soñé que las canciones tarareaban mi nombre.
Me soñé bailando sobre una roca puntiaguda
que no cortaba ni rompía.
Una roca balcánica con olor a corteza en agua
y a hojas flotantes.
Soñé que mi piel era traslúcida como el vino,
que tenía las manos negras como un violín
y unos pies morenos como la miel.

Soñé que mis palabras eran impermeables.
Que la voz me salía como a un pájaro en libertad.
Soñé que me salía al espacio intergaláctico
con nada más que una ruana tejida a punta de guitarras,
hilos en agujas de madera
y páginas deshechas de lágrimas viejas.
Soñé que la piel se me resbalaba como el agua en el cuero.
Que la boca,
dormida en una fogata infinita,
se abría como pupilas encantadas.

Soñé que mi ombligo era de terciopelo
y que mi quijada era de alambre.
Soñé que los pájaros armaban nido en mi cuello
y que mi cuerpo iluminado vivía en un estambre.
Soñé que era una gardenia inmortal,
que mi aire no naufragaba
y que mis raíces no se escondían.
Soñé que era un clavel confinado en una palma roída roída.

Soñé que me iba
y no regresaba.
Soñé que me despedía
y que no ardía.
Soñé que el peso de los recuerdos
lo había tirado en la zanja de un matorral.
Soñé que mi corazón estaba en mis hombros
y que mis ojos se hallaban en mis rodillas.
Que podía tocar con la boca apretada,
que podía sentir con mi cabello despedazado,
que podía oler con mi alma vagabunda
y que podía morir con sólo abrir el pecho al cielo.

Recordé que mi piel es de barro
y que las flores me confunden con su hogar.
Que mi aliento es aire azul
y que las águilas se dejan caer en mí.

Esa noche soñé despierta,
con las luces encendidas
y las ventanas abiertas.
Soñé con una mujer que se veía como yo,
se movía como yo
y se desprendía como yo.
Pero que no sentía como yo.
Una mujer que usaba grilletes como collares
y cadenas como vestidos.
Una mujer encarnada en sus principios
y no fusilada en ellos
como yo.

Volví a soñar en la verja de un lugar desértico,
rodeada de tambores de cuero
y silbidos de gaitas.
Me soñé con vida,
sin dubitaciones
ni incertidumbres.
Me soñé con la carne adherida a mis huesos
y mis ojos amarrados a sus cuencas.
Me soñé real.
Tan real que los sueños ya no son mi refugio
sino mi eternidad.




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