Torre

Una vez subí a una torre gris.
Mi madre me buscaba
como si el mundo dependiera de mi aparición.
Irónicamente,
en la torre más alta que encontré
miraba al suelo
que me resultaba mas lejano
que las estrellas.
La ira me rellenaba cada folículo.
Quería golpearlo todo,
llorar a gritos,
arrancarme cada uno de los cabellos
y desafiar con mis pies
al aire violento.
No entendía.
Me dolía el pecho
como si el aire
tuviese púas y alambres.

Mi madre me encontró.
Subió a esa torre gris
aunque sus pies temblaban
como una pluma desconocida
sobre una fuente serena.
Bajamos los peldaños infinitos
y lloramos sin hablar.
Su presencia
me oprimía como un yunque en el estómago.
Mi presencia
la liberaba como la muerte a un cautivo eterno.
No hablamos durante horas.
El silencio no pesaba.
Era tan tranquilo
que sus pestañeos
sonaban como hojas arrastradas por el pavimento.

Llegamos a donde estaba mi padre.
Un hombre moribundo
con mirada frágil
y un montón de perdones en la boca.
Nos miramos como a dos asesinos
que se aseguran la muerte
pero con miradas compasivas.
Tomó mi mano
fría de limpiar lágrimas en invierno.
¿Le diría lo que siento
o preferiría odiarlo toda la vida?
¿Pesa más un perdón suicida
o una vida en pena?
No lo sé.
Me dijo que lo que no pronunciaba con mis labios
lo gritaba con mi mirada.
Yo sonreí como un ladrón sin excusa.
Abarrotado entre lo que quería 
y lo que había hecho.

Le estreché la mano
como a un buen amigo que no vuelve nunca.
Dejé de llorar cuando él olvido vivir.
Me refugié en sus ojos grises.
Tan altos como una torre
y tan solitarios como para esconderme
cuando mi madre también lo recuerda.


Renzo



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